miércoles, 18 de noviembre de 2009

Robespierre, victima de su propio invento

De la mente genial de un fabuloso médico surge una maquina de la muerte “la guillotina”, por ilógico que parezca, se considera “humanitaria”, pero ¿qué tan humanitario puede llegar a ser descargar 60 kilos de peso sobre una afilada cuchilla que el segundo arranca sin piedad la cabeza de quien por cometer un error se hace merecedor de la muerte?
Sólo Dios sabe qué paso por la cabeza de un hombre que estudió para salvar vidas, pero que con su invento puso fin a cientos de ellas.
Es difícil concebir que alguien tiene derecho sobre la vida de otro, y más aún que dedique tiempo para maquinar sobre la forma en que pretende tomar el papel de Dios en la tierra ahogando de un cuchillazo el último suspiro de vida de un ser humano. Imagino a los pensadores y justicieros de la época decidiendo si les resultaba más útil volar en mil pedazos la base de quien “no merecía vivir” o asfixiarlo hasta la muerte, o si para ser más humanitarios, le robaban la vida y la cabeza en la guillotina.
Pero no quiero pecar de anacrónica, comparando lo que pienso hoy en pleno siglo XXI con lo que consideraban correcto en 1789. La historia y la humanidad han cambiado tanto que me es imposible tildar de injusto a Robespierre, aunque no me impide reflexionar y cuestionar sobre sus actos, finalmente ese médico que pretendía hacer menos intenso el dolor de la muerte, terminó padeciendo por su propio invento que con el tiempo hizo que la decapitación se considerara una expresión democrática, una herramienta política y un avance tecnológico para quienes buscaban un buen castigo para delincuentes y criminales que “no eran dignos de vivir”, aunque en este punto también me pregunto ¿Quién era más villano, más criminal…el condenado a la decapitación o quien sin piedad dejaba que la cuchilla cortará la cabeza del condenado y en un parpadeo robara su vida?
La respuesta es personal. Cada persona puede considerar la guillotina como una ejecución justa o injusta, lo único verdadero es que entre el cielo y la Tierra no hay nada oculto, y si bien la justicia terrenal no es del todo convincente nadie se salva de la justicia divina. Y como dicen por ahí, el que la hace la paga…por lo que el doctor Joseph Ignace Guillotin terminó con su cabeza a unos metros del cuerpo.

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